Lecciones de Vida para Crecer en la Fe, 4° Domingo de Cuaresma, 27 de Marzo 2022, Ciclo C

publicado a la‎(s)‎ 4 abr 2022, 8:34 por Diseño Web Santa Ana Centro Chía   [ actualizado el 4 abr 2022, 8:34 ]

Sacerdote para siempre.  [El regreso del hijo pródigo] 

   Un Obispo de Estados Unidos que se encontraba en Roma se disponía a rezar en una parroquia de la capital italiana, cuando al entrar en ella se encontró con un mendigo. Lo miró de reojo y, le quedó dando vueltas la cara de esa persona, hasta que se dio cuenta que lo conocía; que hace años habían sido compañeros en el seminario y que se ordenaron el mismo día. Volvió hacía él, le saludó y le preguntó qué le había ocurrido. Éste le dijo que había perdido su vocación y la fe. 

   Al día siguiente este sacerdote participaba en un encuentro privado con el Papa Juan Pablo II y cuando le tocó el turno para saludarle no pudo dejar de contarle lo que le había ocurrido en la víspera. El Papa se preocupó por la situación e invitó a este sacerdote y al mendigo a cenar con él. Tras proporcionarle ropa limpia y aseo, ambos acudieron al encuentro con el Santo Padre, hasta que, en un momento tras la cena, el entonces beato Juan Pablo II pidió al sacerdote que los dejara solos. Entonces pidió al mendigo que lo confesara. 

   Éste se quedó estupefacto y le dijo que ya no era sacerdote. “Una vez sacerdote…sacerdote para siempre”, - le contestó el Papa. Sin embargo, éste insistió y le dijo que “estoy privado de mi ministerio sacerdotal”, pero igualmente Juan Pablo II le contestó: “Soy el Obispo de Roma y me puedo encargar de eso”. Finalmente, el mendigo confesó al Papa y viceversa. El sacerdote mendigo, lloró largo y amargamente, y el santo padre le dijo: “¿ves la grandeza del sacerdocio? No la desfigures”. Al salir de ese encuentro con su vocación sacerdotal renovada, el Santo Padre le envió a la parroquia en la misma que pedía limosna, nombrándolo como vicario parroquial y encargado de atender los mendigos. 

El confesionario. [Misericordia por encima de todo]

 

   "Desde hacía un tiempo en una diócesis había escasez de sacerdotes y el señor Obispo, ante la demanda de confesiones por parte de la gente, decidió pedirle a un ingeniero que le fabricara un confesionario que detectara los pecados, pusiera la penitencia y diera la absolución. Al cabo de un mes, el ingeniero presentó un modelo de confesionario al señor Obispo. El procedimiento era muy sencillo: la persona entraba en una cabina y se confesaba, la máquina le hacía un scanner, le imprimía un papel con la penitencia, y a continuación se oía una voz angelical con la absolución, mientras caían tres goticas de agua bendita en la cabeza del penitente.

 

   El Obispo dio el visto bueno y las parroquias comenzaron a instalar la máquina de confesar. La gente estaba encantada con este invento porque, entre otras cosas, no tenían que pasar vergüenza delante del sacerdote…Pero al cabo de unos meses empezaron a llegar las primeras quejas al Obispo. “El scanner es demasiado minucioso y detecta muchos pecados cometidos sin intención; eso nos genera mucho sentimiento de culpa” –decían unos–. “Las penitencias muchas veces son imposibles de cumplir” –apuntaban otros–.

 

   Y los más presumidos añadían: “cuando nos echa el agua bendita nos daña el peinado”. El monaguillo de la catedral, que estaba al tanto de todas estas quejas, se acercó al Obispo y le dijo: “Monseñor, a este invento le falta algo fundamental: la misericordia de Dios, que es tan infinita, y nunca cabrá en ninguna de esas máquinas de confesar”.”

Versión moderna del hijo pródigo: 

   Un chico le pide a su padre que le preste cierta cantidad de dinero y, al recibirlo, se marcha de casa. Cuando lo gasta todo, va a una iglesia, se confiesa de lo que ha hecho y pide ayuda. El sacerdote le aconseja que vuelva al hogar. Y añade: Seguro que tu padre matará un becerrito cebado para festejar tu regreso. 

   El chico le hace caso y regresa a su casa. Un par de semanas después, durante una visita casual a la parroquia de donde era feligrés aquel "hijo pródigo», el sacerdote vio que éste salía de la iglesia y se acercó a él: ¡Bueno! - le preguntó con gran interés-, ¿Tu padre mató el becerro cebado? No, - respondió evasivo el joven, - ¿Y entonces? - por poco me mata a mí. 

¿No tengo enemigos?: [Bienaventurados los misericordiosos…] 

   Casi al final de la Misa dominical, el párroco preguntó: ¿Cuántos de ustedes han sido misericordiosos perdonado a sus enemigos? El 80% levantó la mano. El sacerdote volvió a repetir su pregunta. Todos respondieron esta vez, excepto una pequeña viejita. Sra. Pérez, parece que usted no está dispuesta a perdonar a sus enemigos! - Es que yo no tengo enemigos, respondió dulcemente. - Sra. Pérez eso es muy raro, cuántos años tiene usted? 98 años, respondió. Todos se pusieron de pie y la aplaudieron. 

   Esto es emocionante, grandioso. Sra. Pérez, puede Usted pasar aquí arriba y decirnos cómo se vive para tener 98 años y no tener enemigos? La dulce viejita se acercó al altar, tomó el micrófono, se dirige a todos y dice: - ¡Yo no tengo enemigos porque ya se murieron todos! 

Permanecer en casa: [El hijo pródigo se fue del hogar. – Misa con niños]

 

   Un niño le dice a su mama: -Mami yo quiero salir... -No niño usted no va a salir! El niño más desesperado dice: - ¡dale mami yo quiero salir, yo quiero salir! - Dice la mama:

-No, no vas a salir y “soldado advertido muere en la guerra”- Dice el hijo: -Mami ese dicho no sale... Y le responde la mamá: - ¡y tú tampoco sales!

 

El sacerdote veloz

 

   En una autopista muy transitada, un agente de tránsito se dirige a un sacerdote para ponerle una multa, porque iba a 160 km/h. En cuanto el agente comenzó a escribir el comparendo, el sacerdote le dijo: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos obtendrán misericordia”. Sin inmutarse, el agente le entrega la multa, y en voz baja le dice: “Vete y no peques más”.

 

Libres, pero no alocados [La verdadera libertad engrandece, no esclaviza] 

   Un joven salió corriendo de un edificio a la calle, proclamando a grito entero, las dichas de su libertad recién adquirida. Agitando locamente los brazos, sin querer, golpeó a un anciano en la nariz, quien, al perder el equilibrio, se cayó estrepitosamente al suelo. El anciano tambaleándose, se levantó, le colocó la mano sobre el hombro al joven y le dijo: -Escúcheme, mi joven amigo, su libertad es cosa magnífica, no cabe la menor duda; pero recuerde bien esto: su libertad termina donde comienza mi nariz.

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