Chía, 27 de Octubre de 2019
Saludo y bendición a todos ustedes, queridos discípulos - misioneros de Santa Ana. “Señor, Ten Compasión de Nosotros” Hoy, a través de estos dos personajes del Evangelio, el fariseo y el publicano, todos tenemos que sonrojarnos ante el Señor. Jesús nos hace ver cómo es Dios, cómo somos nosotros, y cuánto tenemos de fariseo o de publicano. El Señor centra su atención en el publicano que “se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo”. Escondido, invisible y digno sólo para Dios, necesita experimentar el perdón: ¡Oh Dios! “Ten compasión de este pecador”. No se acerca a Dios; se mantiene a distancia porque no se siente digno por su pecado.Es Dios el que, en su infinita misericordia, se apiada de la debilidad humana y se acerca al que reconoce su pecado; lo restituye a la gracia y le concede la salvación. El publicano al volverá a casa "justificado" por Dios, no así el fariseo. La oración del publicano es la oración humilde, de aquel que se deja ver como Dios lo ve; del que se cree menos que los demás y se sitúa delante de Dios con su pecado y necesitado de su misericordia. Las apariencias son apariencias, y el corazón sólo lo ve plenamente Dios. Los mansos de corazón logran admitir, sin frustrarse, lo que no sale bien o no funciona. Nadie puede presumir de nada ante Dios, sólo la fe en él nos reconcilia con su amor. La oración del publicano, como de penitente humilde, es verdadera; la del fariseo, por su soberbia y arrogancia, es una oración falsa. Uno, hablaba desde la arrogancia, y el otro, en cambio, habla desde el corazón. Mientras el publicano, en la puerta del templo se sentía vacío, -por su humidad-, salió lleno de Dios. Por el contrario, el fariseo salió del templo como entró: lleno de sí mismo, pero vació de Dios. Salió con su orgullo y su justicia, pero sin la justicia ni el perdón de Dios. Tenerse por justo no siempre coincide con serlo a los ojos de Dios. Muchos acudimos a la iglesia intentando buscar a Dios, sin darnos cuenta con qué disfraces venimos y con qué traje deseamos salir de nuevo a la vida. Dios va al fondo del corazón; se deleita con la humildad y sinceridad que el publicano nos enseña hoy. Hay que reconocer que, todos llevamos dentro, algo o mucho de fariseo o de publicano. Lo importante ha de ser que prevalezca en nosotros la humildad del publicano en lugar de la soberbia del fariseo. No importa el pecado que hayamos cometido. La medida del perdón que Dios nos concede, depende de la humildad del arrepentimiento.
No miremos a los demás, mirémonos a nosotros mismos, necesitados del perdón de Dios. ¿Por qué nos dejamos llevar por nuestra propia autosuficiencia y nos olvidamos de Dios? Nos habituamos tanto al pecado, que ya no lo vemos como tal, sino como algo ordinario. Como el fariseo, usamos mecanismos de defensa exagerando nuestras cualidades, considerándonos mejores que los demás, o disfrazando nuestro pecado con términos aceptables y sonoros. Es cierto que todos oramos, pero quizá, - como el fariseo-, queremos inflarnos de vanidad delante de Dios; resaltamos lo que creemos ser y no lo que Dios quiere que seamos. La oración así, será árida y no llega al corazón de Dios. Como lo hizo el publicano, nuestra oración ha de estar centrada en Dios como origen, centro y fin de todo. Orar no es intentar cambiar la manera de ser de Dios ni sus designios. Nadie puede presumir de nada ante Dios.El “yo” y el “egoísmo” tienen que morir para que Dios habite en nosotros, bajo el manto de la humildad. Orar no es para pasarle nuestra contabilidad a Dios, ni para contarle lo buenos que somos, ni mucho menos para despreciar a los demás. Se trata, más bien, de reconocer nuestra verdad y sentir lo que somos delante de él, postrarnos ante él y pedir perdón. ¿Hay alguien aquí que se cree justo y desprecia a los demás? ¿Alguien viene a decirle a Dios y a los hermanos todo lo bueno que hace y lo bueno que se cree? No venimos al templo a pasar la factura a Dios, o a pedirle que nos pague nuestros trabajos. No venimos a decirle que no somos como los que nunca vienen aquí, sólo Dios sabe lo que hay en cada corazón. Pidamos a Dios misericordioso, que ese “yo” que se siente seguro de sí mismo y que se cree mejor que los demás, sea disuelto por la humildad que nos enseña el publicano. Revisemos tantas escenas de fariseísmo que camuflamos en una falsa humildad, o en una forma refinada de orgullo.La única curación posible es acercarnos a Dios con un corazón humilde suplicando: “Señor, ten compasión de mí, que soy un pecador”. Recordemos que «quien sirve a Dios con todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el cielo. Cambiemos nuestras arrogancias por aquella sencillez y humildad, propias de los que aman al Señor. "Ay de los que se creen justos y desprecian a los demás". “Señor, enséñanos a orar con humildad, conscientes de lo que somos y agradecidos por los que recibimos” A quienes nos siguen a través de internet, en la página: www.santaanacentrochia.org les envío mi bendición, y los invito a caminar juntos, extendiendo como discípulos misioneros, el reino de Dios donde quiera que nos encontremos. Feliz semana para todos. Que Dios los bendiga y la Virgen María los proteja. Amén. |