Chía, 23 de Febero de 2020
Saludo cordial a todos ustedes, discípulos misioneros de esta comunidad de Santa Ana. "Señor, Hazme un Instrumento de tu Paz…”
El Evangelio de este Domingo nos sumerge en la inmensidad del amor y el
perdón de Dios. Quienes diariamente lo invocamos y lo recibimos, también,
tristemente lo negamos. El Señor, hoy lo sentencia: Quien quiera seguirlo, ha de amar a los que no lo merecen, sin
esperar recompensa. Esa es la única forma de colmar los vacíos de amor que hay
en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las
comunidades y en el mundo.
Su infinito amor y perdón, son las razones por las que Dios hace salir el sol sobre buenos y malos y dar la lluvia sobre justos e injustos. No es la bondad humana la que mueve a Dios a regalarnos la luz, ni la maldad humana la que impida a Dios hacerse presente en nuestras vidas. Tampoco es la justicia humana la que determina la justicia de Dios. Es la lluvia copiosa de su misericordia, y el brillo de su amor lo que produce sobre la tierra la verdadera justicia que es, a fin de cuentas, el rostro del amor. Afirma san Pablo: “La sabiduría del mundo es locura delante de Dios y sorprende a los sabios en su propia astucia. El Señor conoce los razonamientos de los sabios y sabe que son vanos”. De manera que la sabiduría del mundo –de la cual se pavonean muchos- deja al descubierto las astucias y entretelones más oscuros de las personas humanas que en este mundo viven la ley del talión y no ingresan en la ley del amor.Al contrario, la sabiduría divina que nos trae Cristo, pasa por la cruz y nos enseña a morir a nosotros mismos para entrar, -por la lógica del amor y el perdón de Dios- en la vida nueva de su amor. Si Dios lo encausa todo, el cristiano debe dirigir su existencia a la imitación de la persona de Cristo, orientándose a su vez al Padre. Es propio de nuestra vida cotidiana saludar al que saluda, hacer el bien a quien nos hace el bien, pero eso no implica que seamos merecedores de premio alguno; también los paganos hacen lo mismo. Con mucha asiduidad obramos “devolviendo mal por mal”, porque, “el que me la hace la paga”. Si examinamos nuestro corazón nos daremos cuenta que todos llevamos dentro demasiada violencia, demasiada enemistad y venganza. Se requiere despojar del corazón toda raíz de odio, venganza o desprecio. Solo así podremos saborear el amor del Padre celestial, que es la característica y el talante de los hijos de Dios. La predicación de Jesús sobre el amor resulta casi siempre atrayente, pero cuando Él habla de “amar a los enemigos, de colocar la otra mejilla”, todo parece cambiar. Su invitación nace de su experiencia con su Padre, en donde cabemos todos. Su amor está abierto a todos, y quien quiera vivir como su hijo, ha de estar movido por la lógica del amor, que deja fluir, como cascada incontenible el mismo amor de Dios.El amor de Dios, por ser universal, tiene que pasar a través del amor a todos. Recordemos el hermoso dicho de San Juan de la Cruz: “No pienses que porque en aquél no relucen las virtudes que tú piensas, no será precioso delante de Dios por lo que tú no piensas”. Para Jesús, el mal no se soluciona con el mal. Así nunca vamos a cambiar el mundo. Jesús nos presenta otra manera de ser: la de un corazón limpio. El hecho de que todo el mundo mienta, no hace que la mentira sea verdad. Si todo el mundo roba, no hace bueno el robar. Si muchos tienen por norma “odiar al enemigo”, no significa que el odio sea el criterio de la convivencia humana. El perdón, la reconciliación y el amor al enemigo, no provienen de nuestros sentimientos puramente humanos, sino que son fruto de la gracia de Dios; de Él provienen, por Él los ponemos en práctica, y a Él regresan. Ciertamente, si amamos sólo a quienes nos aman y ayudamos solo a quienes nos ayudan, ¿cómo llamarnos hijos de Dios, si excluimos a alguien de su amor? La clave para ser sus hijos, es sencillamente: “Ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto”. Para hacer un mundo más humano, sintonicémonos el corazón con las entrañas de Dios. Habrá que luchar contra toda forma de mal, y pedirle que nos dé un corazón universal en donde quepan todos nuestros hermanos, sin excepción. Coloquémonos los anteojos de Dios para ver a nuestros hermanos como él nos ve a todos por igual: “…Él hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace caer la lluvia sobre justos e injustos”.Si a nadie se le niega una gota de agua o un rayito de sol, ¿por qué le negamos tan fácilmente el amor a los demás, si el amor es el rayo luminoso y universal de Dios? Jesús quiere un nuevo orden donde podamos rezar esa oración atribuida a San Francisco: “Señor, hazme un instrumento de Tu Paz”. A quienes nos siguen a través de internet, en la página: www.santaanacentrochia.org les envío mi bendición, y los invito a caminar juntos y a seguir extendiendo, como discípulos-misioneros, la Buena Nueva del Señor, donde quiera que se encuentren.
Feliz semana para todos. Que Dios los bendiga y la Virgen los proteja.
Padre Luis Guillermo Robayo M.
Rector Capilla Santa Ana de Centro Chía
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