“Tu Misericordia, Señor, es Eterna”
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Hoy celebramos el Domingo de
la Divina Misericordia. Misericordia del Señor con los Discípulos que
experimentan la presencia del Resucitado y se reconcilia con ellos. La
Misericordia con Tomás a quien le da el privilegio de poder tocar sus llagas y
creer en Él.
La misericordia es el acto último y supremo
con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Ella revela el misterio de la
Santísima Trinidad. Es la fuerza divina que habita en el corazón de cada
persona, y se evidencia cuando mira con ojos limpios a sus hermanos.
Es la vía
que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados
no obstante nuestro pecado. Dios no lleva cuenta de nuestros pecados, porque “su misericordia siempre será más grande que
cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona”.
En la aparición, Jesús abre el diálogo con
un saludo de amistad. Ahí comienza la verdadera Pascua y les presenta las bases
de la primera comunidad pascual: Primero les hace recuperar la alegría perdida
por su infidelidad en la Pasión. Luego, Jesús los recrea, haciéndolos hombres
nuevos, y luego, les hereda la misión que él ha recibido del Padre: “Como el
Padre me ha enviado, así os envío yo”;
por último, les otorga los dones del perdón, de la misericordia, de la
comprensión y de la reconciliación.
A partir de ahí, somos la Iglesia de la
“misericordia”, la Iglesia de la “comprensión”, la Iglesia de la “misión”, y la
Iglesia de las “llagas, porque es la Iglesia que contempla y se alegra de esas
llagas del crucificado, solo que ahora son llagas resucitadas.
De ahí que este domingo sea también el
domingo de los regalos pascuales. El regalo de la paz, como reconciliación de Jesús con los suyos. El regalo del Espíritu Santo, que los hace hombres
nuevos. El regalo de la misión, por
la que los hace continuadores de su obra, y el regalo del poder de perdonar, como expresión del amor pascual que construye y
cualifica toda comunidad.
Los primeros discípulos habían
puesto cerrojos a sus puertas por miedo a los judíos y, sin embargo, Cristo las
rompió con su presencia. Hoy somos nosotros los que, acosados por el pecado,
terminamos cerrándole el corazón al Señor.
No obstante, así como el primer día
de la semana, las puertas del sepulcro fueron abiertas, cada domingo el Señor
viene a nuestro corazón y, así esté cerrado a su amor, con su suave presencia
puede romper los cerrojos que colocamos.
Si Él pudo abrir las puertas del
sepulcro, si venció a la muerte, también puede derribar los muros y las
barreras que nos alejan de él, de nuestros hermanos y del amor de Dios.
Abriendo los cerrojos de las
puertas, los discípulos quedan capacitados para anunciar la buena noticia de la
nueva vida, de su presencia universal que inunda con su divino Espíritu a todos
los que se acogen a Él.
En cada aparición a sus
discípulos, Jesús, lo primero que
hace es enseñarles sus manos, sus pies y su costado. Conserva las huellas de su pasión y va al cielo con las huellas del dolor
causado por la humanidad. Conservando las huellas de su Pasión en sus manos,
está conservando en su corazón a sus amados, los mismos que lo traicionaron.
Son huellas poderosas que sólo pueden dar plena paz, luego de ser atravesadas
por los clavos. Esto nos asegura que las llagas de la humanidad
sufriente están tatuadas y grabadas en las manos del Señor, y cada vez que ve
sus manos, nos ve y nos mira con amor y compasión infinitas. Ahí es donde
radica la razón de ser de su eterna e infinita misericordia. No hay, ni habrá
nada que pueda borrarnos de la palma de las manos del Señor. Con tal certeza
podemos podremos decir: “el Señor me lleva en la palma de sus manos, y
estamos en la palma de las manos de Dios”. Viendo la señal de los clavos,
ve nuestra propia debilidad y nos asegura su eterna misericordia.
Este Domingo de la Misericordia, es también el domingo de la paz, de la presencia del
Señor, de la alegría, de la familia. Es la paz y la alegría de la resurrección, pero también es la paz y la alegría
que portan las heridas del Señor. Paz y alegría que suavizan las heridas de
nuestros pecados y calman nuestros temores.
Recordemos la sentencia de Tomás: “hasta no ver, no creer”. Lo que necesitó Tomás, y necesitamos nosotros, era
conectarse directamente con el corazón de Dios. Esto requiere pasar por las huellas que dejaron sus clavos, sintonizar nuestro corazón con el suyo y permitir que
él abra los cerrojos de nuestro corazón y lo
moldee como el suyo.
Pidamos
al Señor resucitado que nos conceda la gracia de poder meter nuestros dedos en
las llagas del resucitado, pero especialmente en las llagas de tantos crucificados, y así poder atestiguar que él sigue vivo en quienes le abran su corazón.