Chía, 23 de Octubre de 2022
Saludo cordial y bendiciones a todos los fieles de esta comunidad de Santa Ana.
"Señor, Ten Compasión de Nosotros"
Hoy, a través de los dos personajes: -el fariseo y el publicano-, el Señor Jesús nos hace ver cómo es Dios, cómo somos nosotros, y cuánto tenemos de cada uno de ellos. El Señor centra su atención en el
publicano que “se quedó atrás y no se
atrevía ni a levantar los ojos al cielo”. Escondido, invisible y digno sólo
para Dios, necesita experimentar el perdón: ¡Oh
Dios! “Ten compasión de este pecador”. No se acerca a Dios. Él sabe que el pecado lo aleja de Dios, se siente
indigno de acercarse y se mantiene a distancia. Es Dios el que, en su infinita
misericordia, se apiada de la debilidad humana, y por reconocer su pecado, lo
acerca y se le acerca; lo restituye a la gracia, le concede la salvación y la
paz para su alma, ahora unida íntimamente a Dios. Este humilde publicano
volverá a su casa "justificado" por Dios, no así el fariseo. La oración del publicano es la oración humilde, de aquel que se deja
ver como Dios lo ve; del que, por saberse pecador se postra delante de Dios con
su pecado y su pobreza de corazón. Esa fue su virtud más grande. Las apariencias engañan; sólo Dios ve lo que hay en el corazón. Los mansos de corazón logran admitir, sin frustrarse, lo que no sale bien o no funciona. Nadie puede presumir de nada ante Dios, sólo la fe en él nos reconcilia con su amor. La oración del publicano brotó de un corazón penitente humilde, por eso fue verdadera; la del fariseo, por su soberbia y arrogancia, resultó ser falsa. Este, hablaba desde la arrogancia, el publicano dejaba hablar su corazón. Mientras el publicano, en la puerta del templo se sentía vacío a causa de su pecado y reconocerse como tal, salió lleno de Dios. Por el contrario, el fariseo salió del templo como entró: lleno de sí mismo, pero vació de Dios. Salió con su orgullo y su justicia, pero sin la justicia ni el perdón divino.
Tenerse
por justo no siempre coincide con serlo a los ojos de Dios. Muchos acudimos a la
iglesia intentando buscar a Dios, sin darnos cuenta con qué disfraces
entramos y con qué traje deseamos salir. Dios va al fondo del corazón; se deleita con la humildad y sinceridad que las que
publicano nos alecciona hoy. Reconozcamos que todos llevamos dentro,
algo o mucho de fariseo o de publicano. La virtud radicará en hacer
prevalecer la humildad del publicano, no la soberbia o arrogancia del fariseo.
No importa el pecado que hayamos cometido. La medida del perdón que Dios
concede dependerá del reconocimiento de la culpa y del arrepentimiento de la
misma, más que la cantidad de pecado cometido. ¿Por qué nos dejamos llevar por nuestra propia autosuficiencia y nos olvidamos de Dios? Nos habituamos tanto al pecado, que ya no lo vemos como tal, sino como algo ordinario. Como el fariseo, usamos mecanismos de defensa exagerando nuestras cualidades, viéndonos mejores que los demás, disfrazando nuestro pecado con términos tolerables, o camuflando tantas escenas de nuestra vida diaria, en una falsa humildad, o en una forma refinada de orgullo. Más que mirar a los demás, conviene que nos miremos a nosotros mismos, pobres y pecadores, necesitados de la compasión y el perdón de Dios. Es cierto que todos oramos, pero quizá, -
como el fariseo-, queremos inflarnos de vanidad delante de Dios; resaltamos lo que creemos ser y no lo que Dios quiere que seamos.
La oración así, será árida y no llegará al corazón de Dios. Como el publicano, nuestra oración ha de estar
centrada en Dios como origen, centro y fin de todo. Orar no es para intentar cambiar la manera de
ser de Dios ni sus designios. El “yo” y el “egoísmo” tienen que morir y ser
desplazados para que Dios, bajo el manto de nuestra humildad, tome posesión en
nosotros. Orar no es para pasarle nuestra contabilidad a Dios, ni para
contarle lo buenos que somos, ni para presentarnos mejores que los demás. Es
para reconocer nuestra verdad, sentir lo que somos delante de él y postrarnos
ante él, pedir su perdón. Sólo Dios sabe y ve lo que hay en cada corazón. Solo él puede escuchar los
latidos de un corazón contrito y humillado, como el del publicano desde la
puerta del templo. ¿Hay alguien aquí que se crea justo y mejor que los demás?
¿Será que alguien viene a mirar por encima del hombro a los demás, a decirle a
Dios todo lo bueno que hace, lo perfecto que es, y que no es como los que nunca
vienen aquí? Al templo no venimos a pasarle la factura a Dios, o a lucirnos
ante él. Venimos a decirle: “Señor, ten compasión de mí, que soy un pobre
pecador”. Aquel que se postra arrepentido, tiene
espacio en el corazón de Dios; el arrogante –como el fariseo-, se cree tan
grande que no cabe en los brazos de Dios. Pidamos a Dios misericordioso, que ese “yo” que se siente seguro de sí mismo y que se cree mejor que los demás, sea disuelto por la humildad que nos enseña el publicano. La única curación posible es acercarnos a Dios con un corazón humilde suplicándole: “Señor, ten compasión de mí, que soy un pecador”. Recordemos que «quien sirve a Dios con todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el cielo. Cambiemos nuestras arrogancias por aquella sencillez y humildad que os enseña el publicano. El Señor lo sentenció: "Ay de los que se creen justos y desprecian a los demás". “Señor, enséñanos a orar con humildad, conscientes de lo que somos y agradecidos por los que recibimos” A quienes nos siguen a través de internet, en la página: www.santaanacentrochia.org o a través del Facebook de la Capillas, les envío mi bendición, y los invito a caminar juntos, extendiendo como discípulos misioneros, el reino de Dios donde quiera que nos encontremos. Feliz semana para todos. Que Dios los bendiga y la Virgen María los proteja. Amén.Padre Luis Guillermo Robayo M.
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