Chía, 31 de Marzo de 2019 Saludo y bendición de cuaresma, a todos los fieles de esta comunidad de Santa Ana. “Padre Misericordioso, Danos tu Reino de Amor y Paz” En este cuarto Domingo de Cuaresma, la Parábola del hijo pródigo, -que es un llamado para volver a los brazos
de Dios-, nos presenta a tres protagonistas: El hijo menor que piensa en sí mismo, que busca la libertad y
reclama sus derechos, y que no le importa el dolor del padre que lo ve alejarse
de casa, y no le importa abandonarlo. Un
hijo mayor que no logra entender ni el extravío de su propio hermano, ni el
amor misericordioso del padre. Un hijo que está en casa, habita en casa, pero
sin el calor hacia su padre porque para él, tal vez lo más importante, es su
relación con los amigos, para los que pide una comida. Obediente, sí, pero sin
capacidad de amar ya que prefiere el campo y los amigos a la compañía del
padre.
Pero sin duda, el centro de la parábola es el Padre lleno de amor, de ternura y paciente espera. Este Padre revela el rostro de Dios Amor y padre de todos. De los buenos y de los malos. De los que se sienten incómodos en casa y se van, como de los que viven en casa, pero no sienten el calor del hogar. Un padre empeñado en salvar la familia; en demostrar su amor a todos y que, por encima de la indiferencia y errores de los hijos, los sigue llevando en su corazón. Desde la óptica del amor divino, no es tanto la “parábola del hijo, sino del Padre”. No es tanto la “parábola del pecado, sino de la gracia”. No es tanto la “parábola de los hombres, sino del corazón de Dios”.Y también es la parábola del Padre que sale al encuentro, tanto del hermano que se fue de casa, como del hermano que, estando en casa, no sentía el amor del Padre y se quedó fuera. Es el Padre que siente que su alegría no es plena, mientras no estén en casa los dos hermanos. ¿De qué vale que regrese el uno, si el otro se sale y no quiere entrar? Mientras los dos hermanos no se abracen, no habrá fiesta. El corazón de Dios es un corazón que sale al encuentro de todos. El corazón de Dios necesita ver que la mesa esté completa y que no haya sillas vacías.
¿Acaso no es esta la realidad de nuestras familias hoy? Hijos que lo primero que descubren no es el amor de los padres sino su libertad; y como son libres, la casa está bien, pero como hotel, no como un lugar de amor, porque su vida está en la calle. Hermanos que viven entre ellos como extraños; que piensan en sus vacaciones, pero no en las de los padres, o sin la compañía de los padres. Hijos que prefieren refugiarse en la internet antes que compartir un rato de conversación con sus padres. ¿Cuántos padres de familia siguen viviendo, con sus hijos, el drama del hijo pródigo? De madrugada y los hijos sin llegar. Los padres mirando por la ventana. Asustados al paso de cada ambulancia. Padres con corazones rotos y con los brazos vacíos porque sus hijos se fueron. Padres con ganas de hacer fiesta en casa y no tienen con quienes celebrarla, porque sus hijos la están celebrando fuera con los amigos. Padres con el anhelo que sus hijos salgan de esa porquería de los vicios y el pecado, y que no pierden la esperanza que reflexionen y regresen a los brazos de papá y mamá. Y este también es el drama de Dios con nosotros. El hijo pródigo somos todos, somos ese hijo que renegó de su familia, optando por vivir solo. Ya es hora de decir: Me levantaré y volveré a los brazos de mi Padre Dios, al seno y al calor de mi familia, al dulce y bello hogar que me ha dado Dios. Al padre de la parábola, lo único que le interesa es que su amado hijo ha vuelto a casa. Es consolador saber que Dios no nos exige un corazón puro para abrazarnos; él nos recibe cuando volvemos porque, al igual que el hijo pródigo, jamás podremos encontrar la felicidad en la basura del pecado y del desorden moral. Cada uno de nosotros somos, un poco, los tres personajes de la parábola. En muchas ocasiones somos hijos arrepentidos, cargados de nuestras miserias y pecados que queremos volver al Padre en busca de su perdón y de su misericordia. Hijos que, aunque “felices” con los “deleites”, estamos esclavos y amarrados del pecado, y entonces, la conciencia nos obliga a querer salir de esa pesadilla para retornar a Dios. Pero también podemos ser padres misericordiosos, imitando así a la misericordia de Dios, llenos de amor, de ternura y de perdón. Pero por desgracia, a quien más nos parecemos, es al hermano mayor que no perdona el extravío de su propio hermano, ni entiende el amor misericordioso de su padre, sino que lo juzga con un corazón de piedra.
Dios, el Padre misericordioso espera de nosotros la conversión, la vida nueva, la fiesta, el traje nuevo, el anillo, las sandalias y el triunfo del amor. Como el hijo pródigo, tomemos ya la decisión más sabia: “me pondré en camino y volveré a los brazos de mi Padre”. En esta cuaresma y en toda nuestra vida, Dios nos seguirá esperando con sus brazos abiertos. Cada domingo, en la casa del Padre, él nos susurra al oído: Soy tu padre, te he hecho con mis manos y yo amo lo que hago. Te he hecho a mi imagen. Tú eres mi hijo. No huyas. Vuelve a mi casa una y mil veces.Te amo a pesar de todo, a pesar de tus caídas. Aquel vestido blanco que usaste el día de tu bautismo, y que manchas con tu pecado, con cada abrazo del Padre, vuelve a quedar blanco y resplandeciente. Gracias Padre misericordioso, porque sabemos que tus brazos siempre nos esperan. Porque tu corazón no está enojado por nuestros pecados. Gracias, por tantos padres que, como tú, no pierden la esperanza de abrazar a sus hijos. A quienes nos siguen a través de internet, en la página: www.santaanacentrochia.org les envío mi bendición, y los invito a seguir extendiendo, como discípulos misioneros, el reino de Dios donde quiera que se encuentren. Feliz semana para todos; que Dios los bendiga y la Virgen los proteja. Amén. |